Uno de los grandes traumas de los artistas contemporáneos es el de la falta de originalidad. La idea de que la obra de arte tiene que ser innovadora, y la consiguiente frustración al no conseguir crear algo que no se haya hecho ya antes.

Si uno se fija en los elementos adecuados, todas las historias acaban siendo más o menos la misma. Todas las películas de Disney son el camino del héroe, como también lo son las de Marvel. Peor aún, el esquema de todas nuestras narraciones es siempre el mismo: situación de estabilidad, irrupción de algo que desestabiliza y conflicto, nueva situación de estabilidad. Cambiamos cosas, sí, pero es fácil tener la sensación de que uno está escribiendo tan solo la misma historia que le cautivó de pequeño. Una y otra vez.
Y lo que es más, la crítica (institucional y amateur) lo esgrime como un espadón. Pocas cosas más terribles en sus cabezas que la acusación de falta de originalidad.
Solo que el mismo concepto de originalidad, al menos tal y como lo entendemos hoy en día, es un invento del Romanticismo. Antes, y especialmente durante el Barroco, el elemento central del arte no era la innovación, sino la imitación. Un buen poeta intentaba parecerse a los grandes poetas clásicos. A fin de cuentas, ¿te crees mejor que Horacio, que Virgilio, que Dante?
Sin embargo, no es cierto que no hubiera originalidad. Quevedo, Góngora, Teresa de Jesús, Lope de Vega, Cervantes, Sor Juana Inés, Garcilaso de la Vega… todos ellos crearon una nueva forma de hacer literatura, es decir, fueron originales. Pero lo fueron desde la imitación. ¿Cómo? La originalidad prerromántica intenta copiar, repetir otra vez lo que han hecho los maestros, pero dándole un giro. Volver a escribir un soneto del Carpe díem con los mismos elementos en el mismo orden, incluso las mismas imágenes, pero conseguiendo que el lector no se dé cuenta hasta el último terceto.
El concepto de originalidad clásico funcionaba como un Lego: utilizaba las mismas piezas que ya estaban ahí, pero intentaba hacer algo que fuera y no fuera lo mismo a la vez.
Cuando era pequeño, tenía un montón de piezas de Tente (el Lego de la época en España) de barcos. No sé de dónde salieron, pero eran muchas. El único problema era que yo quería hacer naves espaciales. Así que todas mis naves tenían un cierto aire naval. Cuando escribimos, las palabras son nuestras piezas de Tente, o de Lego. Las palabras, las metáforas, los símbolos, todas las figuras literarias. Si intentamos crear algo verdaderamente nuevo, solo tendremos frustración, porque, en última instancia, no podemos escribir sin palabras. De lo que se trata es de hacer algo que parezca nuevo, que juegue con las piezas, pero no vuelva a construir lo mismo que ya has construido mil veces.
Shakespeare dijo en uno de sus sonetos aquello de “nada nuevo bajo el sol”, pero al hacerlo estaba citando la Biblia. La originalidad romántica es un mito nocivo que ni siquiera los propios románticos respetaban. Al final, algunas cosas están tan dentro de nosotros que nos salen incluso sin quererlo. Cuando Daddy Yankee cantaba “A ella le gusta la gasolina, dale más gasolina”, solo estaba tratando el tópico del Carpe díem. Que probablemente no fuera consciente de ello, no cambia el hecho de que hay una larga línea de pasa por él, por Los Chunguitos, por Walt Whitman, por Góngora, por Garcilaso de la Vega, por Dante, por Horacio y puede pasar por ti.
Si el peso de la búsqueda de la originalidad te aplasta, vuelve al Barroco. La tradición no es una losa sobre nuestra espalda, sino un pedestal sobre el que alzarnos a nuevas alturas.