Cualquier creador suscrito con más o menos fidelidad al género de terror debe enfrentarse tarde o temprano a la siguiente evidencia, en especial en lo que al campo audiovisual se refiere (y aún más, en particular, en lo tocante a las películas): una parte importante de las historias que calan entre el público, esas elegidas para formar parte del exclusivo panteón de la historia del espanto, se sustentan sobre una premisa sorprendentemente reducible a una o dos frases con gancho, lo que en cine llamamos el logline, y poco más: un psicópata enmascarado escapa de un centro psiquiátrico y aterroriza a una niñera y a sus amigos durante la noche de Halloween; una chica contrae una maldición sobrenatural de la que solo puede escapar manteniendo relaciones sexuales con otra persona; la madre de una niña supuestamente poseída por el Demonio recaba la ayuda de un par de audaces exorcistas para que la liberen.

No pocos guionistas en ciernes acaban cayendo en algo parecido a un estado de frustración cuando, en busca del concepto y la trama más originales que su bagaje como fans del género pueda proporcionarles, leen en algún lado el argumento del último éxito de horror solo para toparse, al menos sobre el papel, con un eco apenas reelaborado de algún viejo tropo que creíamos ya manido. La realidad (y aquí vienen las buenas noticias) es que las premisas de muchas de las grandes películas que amamos y admiramos son, con frecuencia, un mero punto de partida, poco más que un trampolín retórico, para desarrollar un trabajo atmosférico y de subtexto en el que reside la verdadera singularidad de la propuesta.
Probablemente, La noche de Halloween es uno de los ejemplos más obvios de cuantos podemos echarnos a la cara (la desasosegante onmipresencia de Michael Myers, siempre anunciada por su respiración fuera de cuadro antes incluso de matar al primer adolescente, Jamie Lee Curtis pidiendo ayuda a sus vecinos, sin éxito, y ejemplificando el clima de inseguridad suburbana que recorrió la sociedad estadounidense de los 70); sin embargo, creo que fijarnos en un hito más cercano en el tiempo nos puede ayudar a entender cómo incluso cierto cine de terror (solo) aparentemente más sofisticado tampoco duda en acogerse al paradigma premisa manida/subtexto renovador que he planteado: It Follows.

Como ya he adelantado, el logline de la película de David Robert Mitchell supone, en principio, una prolongación más de dos de los grandes tópicos del terror moderno: lo sobrenatural como virus/maldición contagiosa post-The Ring y el sexo libre como transgresión que debe ser sancionada; la trama se convierte así en una vieja conocida del aficionado: una cuenta atrás en forma de investigación hasta conocer el origen y la solución de la amenaza; no obstante, lo más interesante de It Follows sucede en los márgenes de los personajes. La película está ambientada en lo que parece un Detroit post-crisis, situado en unos difusos años 80, lleno de fábricas cerradas, casas abandonadas y carteles de Se vende por los que la protagonista y sus amigos transitan como supervivientes de algún cataclismo social aunque nunca se refieran explícitamente a él; como complementación coherente a esto, apenas aparecen adultos en la película (y los que aparecen son representados de forma esquinada, como la madre de la protagonista, que apenas vemos de espaldas). La trama se permite algunas perversas sugerencias psico-sexuales: uno de los hombres (desnudo, no por casualidad) que la joven Jay ve como encarnación de la entidad que la persigue parece causar un ella un efecto demoledor, personificación de su propio padre ausente. ¿Algún trauma sexual reprimido, quizás? En otro momento particularmente turbio, la entidad adopta la forma de la madre (desnuda otra vez) de Greg y lo mata en lo que parece una violación/sublimación de algún turbio deseo de su propio hijo.
It Follows parece hablarnos de una generación abandonada por la anterior en un mundo sin esperanza ni posibilidad de reconstrucción, e incluso la manera en que el guion está filmado (Robert Mitchell es director y guionista por igual) corrobora esta, más que lectura, experiencia: los protagonistas jóvenes son constantemente rodados en planos amplios que desenfocan el escenario a su espalda y alrededor de ellos para sugerir que la amenaza podría venir de cualquier parte, pero también (¿por qué no?) para subrayar esa sensación de indefensión y desamparado generacional que trasciende la propia trama (como ocurría en Pesadilla en Elm Street, por ejemplo). Así, It Follows es un buen ejemplo al que volver cada vez que creamos que estamos contando otra vez la misma historia.
Esta es la lección: con suerte no será la misma historia. Las premisas, los viejos mitos, son cartas de una baraja finita, pero los subtextos, como los tiempos y las sociedades, siempre están cambiando. Una premisa sencilla, mil veces reelaborada, puede ser el corazón y el motor para un trabajo de atmósfera que la haga parecer otra vez nueva a ojos del espectador.
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