Se suele afirmar que uno de los motivos más extendidos por los que un guion fracasa, al menos en sus primeras versiones, es que el conflicto no resulta lo bastante poderoso como para interesar al espectador. A veces, ni siquiera es capaz de involucrar realmente a los propios personajes. Por supuesto, no todas las historias están crucialmente guiadas por un conflicto, esto es, por la trama, algunas se construyen en torno a la personalidad de su protagonista y su excéntrica visión del mundo, pero convendremos en que, por lo general, la esencia del drama emana de un protagonista, un objetivo lo bastante determinante como para arriesgarlo todo y una batería de dificultades suficientemente sólidas como para obligarle a reaccionar una y otra vez.

En el caso del género de terror, encontrar un conflicto base que ponga a los personajes en acción y que entrañe para ellos una empresa crucial (¿qué tienen que ganar o perder los protagonistas?, se preguntan casi todos los manuales de guión en diferentes formas) resulta relativa y peligrosamente fácil. Con frecuencia, todo lo que nuestros personajes desean en última instancia es sobrevivir: un payaso psicópata que juega con ellos al gato y al ratón en plena noche de Halloween, un atajo de desconocidos que irrumpen, armados y ataviados con máscaras de animales, en su casa en pleno bosque, etc (incluso en estos supuestos, las víctimas suelen tener algo que resolver, una suerte de conflicto personal para el cual el payaso o los intrusos no son sino una mera catarsis).
Otras veces, sin embargo, identificar qué es lo que mueve a nuestro protagonista requiere de una dramaturgia más elaborada. Para estos casos resulta de utilidad lo que podríamos llamar “el evento de no retorno”: una revelación o un acontecimiento a partir del cual entendemos que el personaje ya no tiene posibilidad de volver atrás, aun cuando quiera, porque el coste de hacerlo es sencillamente inconcebible en términos vitales. En definitiva: que solo queda, para él, la huida hacia adelante.
En Verónica tenemos a una adolescente que, tras una sesión de oüija amateur, cree que ha despertado a una entidad sobrenatural capaz de seguirla hasta casa. Durante las escenas que siguen a este primer punto de giro, Verónica todavía se permite dudar de las intenciones del ente (¿podría ser su padre fallecido intentando contactar con ella?); sin embargo, todo cambia terroríficamente una noche en que la sombra se abalanza sobre sus hermanos y está a punto de ahogarlos. La protagonista experimenta entonces una revelación (no quiere matarme a mí, sino a ellos) y asume un objetivo diáfano: proteger a los niños del poder que ella misma ha convocado, en una suerte de conflicto fáustico. Al fin y al cabo, el espíritu parece dispuesto a entregarle lo que Verónica siempre ha deseado: una vida sin responsabilidades familiares. El espectador entiende que, a partir de este instante, el evento de no retorno, Verónica ya no puede quedarse de brazos cruzados, y la película salva así, desde su corazón, uno de los mayores escollos a los que puede enfrentarse una narración: la sensación de que si el personaje decidiese no actuar, no ocurriría realmente nada.
Pero Verónica es también un buen ejemplo de cómo el género de terror, probablemente más que ningún otro, puede excavar en lo más contradictorio y turbio de la naturaleza humana en busca de motivaciones de interés para sus personajes.

Si en la película de Paco Plaza nuestra adolescente debe enfrentarse a sus propias pulsaciones reprimidas para con sus hermanos, en Hellraiser, la adaptación de Clive Barker de su novela corta, encontramos a Julia, un personaje crucial que hace avanzar la acción a fuerza de obedecer los mandatos del pérfido Frank, un vividor pendenciero que solo quiere escapar del pacto de sangre que ha sellado con los cenobitas y que necesita de los cuerpos de hombres jóvenes que Julia pueda proporcionarle para regenerarse. La trama, tal como el espectador advierte muy pronto, podría detenerse en el momento en que Julia decidiese acabar con este juego; de hecho, Hellraiser no sigue la estructura de otras sagas con monstruo sobrenatural de los 80 como Elm Street en las que los personajes tienen como motivación sobrevivir al acoso de la criatura. Aquí los cenobitas son meros actantes secundarios (icónicos e imponentes, eso sí), y Frank el verdadero villano de la función. Barker lo sabe, y por eso se cuida tanto de que la motivación de Julia para obedecerle y matar por él sea tan sólida, porque esta no solo justifica que la acción avance, también sintetiza de manera amoral el tema de la historia: cómo las bajas pasiones y la búsqueda constante de la transgresión guían las vidas de muchas personas. Simplificándolo: si Julia hace lo que hace es porque, en su naturaleza, se encuentra irremediablemente la necesidad de someterse, en términos sexuales, a alguien con el carácter convulso y posesivo de Frank. Sin esa motivación, por muy inmoral que nos parezca, el relato permanecería estancado. Como ejemplifican Verónica y Hellraiser, la obligación de encontrar una motivación lo bastante poderosa para el personaje como para no contemplar la marcha atrás (involucrando así emocionalmente al espectador) posibilita a los guionistas del género de terror la oportunidad de indagar en los aspectos más problemáticos de lo que somos. Al fin y al cabo, si entendemos por qué Verónica y Julia siguen adelante en su historia es porque ellas, como nosotros, también son humanas.
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