A estas alturas probablemente os hayáis dado cuenta de que soy una escritora bastante ordenada. Muy académica. Al menos en este momento de mi vida. Me gusta seguir el mismo índice de entregas que me enseñaron en la escuela de guión (Showrunners Barcelona, por cierto, la recomiendo). Es un sistema que me funciona y con el que consigo sacar los proyectos adelante: Primero una idea, después un argumento, luego una ficha de personajes, una escaleta, un tratamiento…
Pero este método, como todos, no es perfecto. Siempre que lo he aplicado me ha asaltado la misma duda: ¿qué debería trabajar antes? ¿El arco de transformación de mis personajes o la historia? ¿Qué vino antes? ¿El huevo o la gallina? En las ocasiones en las que me lo han preguntado en mis redes sociales nunca he sabido bien qué decir. Porque, sinceramente, no creo que haya una respuesta clara.
Me he encontrado a mí misma trabajando en proyectos donde el personaje era toda la historia. Donde solo a través de conocer su forma de pensar, su manera de actuar, conseguía hacer avances significativos en la trama. “¿Quién eres?”, le preguntaba yo. Y me respondía con una escena. Otras veces ha sido justo lo contrario. Me las he visto con personajes cerrados a cal y canto, completamente opacos, caprichosos y misteriosos. Personajes que no he podido conocer hasta que la historia les ha obligado a revelarse ante mí. “¿Quién eres?”, les preguntaba yo. Pero solo había silencio y tonos grises. Puede llegar a ser muy frustrante.
En ocasiones lo he sentido como un bebé que llora, pero no sabes el porqué. No sabes qué necesita, no sabes cómo ayudarle. Puedes tener ideas, intuiciones, probar métodos que te funcionaron con otros niños… Pero muchas veces la experiencia no basta y tienes que dar un paso atrás. Observar. Tirar de pensamiento lateral. ¿Qué es lo que no he probado aún? ¿Hacia dónde tiro? No suele ser fácil encontrar respuestas, especialmente cuando escribes solo. Escribir puede llegar a ser muy solitario.
Toda historia requiere paciencia y mucho mimo. Hay que tener presente que cada proyecto es único y desvela sus verdades como quiere. Cuando quiere. Este déficit de control nos puede jugar muy en contra a los escritores. Sobre todo en los momentos en los que el mundo real se interpone en los procesos creativos y nos vemos en la obligación de entregar algo que represente el estado de la obra. “¿Puedes pasarme un resumen?”, “necesitamos una primera versión para el lunes”, “¿crees que tendrás el tratamiento listo la semana que viene?”. Pues, mira, no, pero hay que hacer ver que sí: “¡Claro! ¡En cuanto esté os lo paso!”. ¿Cómo le explicas a un personaje, a un niño, que existen las fechas límite? Le importa un bledo.
Comprender esto, para aquellos que hemos aprendido a trabajar con métodos y estructuras, puede llegar a ser aún más complejo. Nos convertimos en criaturas rígidas y olvidamos que las fórmulas mágicas no funcionan siempre de igual manera. Entonces, en este caso, ¿qué trabajo primero? ¿La historia o el personaje? Una vez más la escritura, esa cosa intangible y superior, se está riendo de nosotros. Nos está hablando de cómo somos. De cómo vivimos. Todo esto en su propio idioma, por supuesto.
¿Soy como soy por la vida que tengo? ¿O tengo esta vida por las decisiones que he tomado? No hay respuesta porque cada uno es único. Como nuestras obras.

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