Más allá de la distinción entre géneros, en mi curso de Phantastica dedico un buen rato a buscar algo así como la esencia de todas las historias de ficción, una mínima estructura que se pueda reconocer en cualquier forma de relato o ficción desde el origen de los tiempos.

Y me remonto a 550 millones de años atrás, al instante en que la primera criatura sobre nuestro planeta comenzó a moverse voluntariamente en una dirección. El fósil de ese gusano de Yiling —que no muestra más que un surco de pocos centímetros, un leve zigzag sobre una piedra que nos conduce hasta el cadáver del propio gusano— constituye según el propio descubridor el primer registro “escrito” de un movimiento intencional realizado por un ser vivo en nuestro planeta.

Es decir, hablamos de un sujeto que emprendió un camino en busca de algo (alimento, con toda probabilidad), se adentró en un territorio desconocido, tomó una decisión (girar en una u otra dirección) y luego pagó las consecuencias de esta decisión (en este caso, fatales). La acotación temporal que impone el propio segmento de piedra nos permite incluso considerarla—figuradamente, puesto que aquí no hay más narrador que la naturaleza— una historia con la estructura clásica en tres actos: principio, nudo y final.
Pero la palabra clave es sujeto. Ya insistí en la importancia del protagonista en mi anterior artículo, donde dije que una historia es lo que el protagonista hace. Y lo que hace tiene que ver con sus deseos o carencias, su escala de prioridades, su creatividad o su capacidad de generar respuestas para problemas nuevos, asumir responsabilidad personal y soportar los reveses, etc. La agencia del personaje, por lo tanto, constituye no solo el motor sino también la estructura emergente de toda ficción, por decirlo así.
En el curso mencionamos algunos tipos de ficción que no se basan en el conflicto, aunque puedan incluirlo de un modo secundario. Hablamos por ejemplo del kishotenketsu, un tipo de cuentos orientales en los que el protagonista en apariencia no toma decisiones cruciales ni afronta ninguna lucha, sino que más bien se limita a ser testigo o paciente, mientras es el lector quien se enfrenta a un cambio desafiante en sus expectativas con la irrupción de algún elemento o una perspectiva inesperada. (Y cuya estructura en cuatro partes coincide, por cierto, con la secuencia AABA de la música popular, donde el puente hace las veces de cambio o giro antes de la “reconciliación” final). En el curso mencionamos también a Ursula K. Le Guin y su teoría de la novela como una bolsa en la que tiene cabida el elemento de la lucha pero también muchas otras cosas, una especie de recolección de emociones y sucesos de toda clase, y donde lo verdaderamente importante es el proceso o el devenir.
Pero en nuestra cultura occidental, sin duda, el modelo narrativo que mejor entendemos está asentado sobre la agencia personal del protagonista y lo conocemos como el viaje del héroe: su aventura responde al mencionado trance de abandonar el territorio conocido, enfrentarse a un obstáculo y lograr (o no) superarlo. Pero no vale cualquier obstáculo; para que la historia nos satisfaga debe ser un obstáculo que obligue a la reevaluación de las prioridades de nuestro protagonista, que modifique su modo de entender el mundo y le haga desarrollar potencialidades nuevas.
En el artículo anterior planteé una definición del protagonista basada en su asunción final de responsabilidades, pero me gustaría matizar esta idea o expandirla un poco más. Creo que en toda historia el protagonista toma dos decisiones cruciales, y existe una diferencia esencial entre ambas. ¿Por qué? Porque la primera la toma movido por una necesidad o una situación que a menudo no provoca él mismo, y sin saber todavía exactamente qué está en juego, mientras que la segunda la toma, justamente, cuando por fin sabe lo que está en juego y entiende las consecuencias de sus actos. Puede ser una decisión explícita o un cambio de actitud, pero siempre supone una reorientación de su propósito.
Un claro ejemplo podría ser la última película que he visto en Neftlix: El prodigio (The wonder). [Spoileralert] Una enfermera londinense con formación científica es contratada para observar a una niña que al supuestamente lleva cuatro meses sin comer en un remoto pueblo de la Irlanda del siglo diecinueve, alimentándose solo de oraciones y del “maná del cielo”. Nuestra protagonista, Lib, asume como propósito descubrir la verdad sobre el caso, que no tiene un origen sobrenatural sino otro mucho más prosaico. Cuando resuelve el enigma, sin embargo, comprende que aquello no es suficiente, porque la familia y la comunidad no están dispuestas a aceptar la verdad y no hay forma de sacarlas de su fanatismo religioso. Es entonces cuando toma su segunda resolución: implicarse personalmente en el rescate de la niña, preparando una gran simulación que va mucho más allá de sus atribuciones como enfermera, y asumiendo las consecuencias. A lo largo del proceso —que como diría Le Guin es siempre lo más importante— Lib purga además sus propios traumas personales, de modo que el desenlace anuda de alguna forma los dos niveles de la narración, el interno y el externo.

Otro ejemplo más sutil podría ser la película original de Rocky,donde la primera decisión por parte del protagonista sería aceptar el combate con Creed, con el propósito obvio de vencerle. Pero esta primera meta debe ser reajustada a partir de los conocimientos que adquiere el protagonista en su periplo; así, cuando Rocky comprende que, a pesar de su duro entrenamiento, no tiene ninguna posibilidad de ganar a Creed (y jamás le van a entregar el cinturón de campeón a un paria como él), nuestro protagonista redirige significativamente su meta: ya no se trata de vencer, sino de resistir en pie hasta la última campana: to go the distance. Un objetivo que (la peli tiene más de cuarenta años, así que esto no cuenta como spoiler) sí logra cumplir.

Podríamos decir que alrededor de estas dos decisiones del protagonista se articulan de forma natural los tres actos de su historia, de forma análoga a lo que en términos cinematográficos se conoce como puntos de giro de un guion. No estoy aportando nada nuevo, por lo tanto, pero me parece importante este matiz de interpretar los dos puntos de giro como decisiones del protagonista condicionadas por lo que sabe y no sabe en cada momento acerca del problema al que se enfrenta y acerca de sí mismo.
Espero que a vosotros también os parezca una reflexión útil. Feliz escritura.
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